¿No
comía usted, señor golpista?
Román Langosto
Cuando
el recurso a la razón se acaba, cuando la sensatez
está arrasada y el talento devastado, entonces,
señores golpistas, queda el expediente de la
sensibilidad, la nostalgia y hasta de la compasión.
Con
la aprobación de la Constitución española,
que celebramos hace poco, se relegó la pena de
muerte al olvido, como era preceptivo en el concurso
de países europeos a los que pertenecemos. Pero
en Cataluña, la muerte en razón de discrepancias
políticas sigue vigente, como podemos ver en
cualquier telediario. ¡Oiga,
pero si no hay muertos! Todavía no, pero no es
que ustedes no lo intenten: asaltos, escraches, golpes,
insultos
Conjuntamente,
en la Cataluña separatista permanece vivo -más
o menos, la verdad- el esquivo recuerdo de aquel cura,
Xirinacs, que se dejó morir de hambre en una
acera de la calle Provenza, frente a la cárcel
Modelo. Quien esto escribe lo fue a ver muchas veces,
y hasta le llevó alguna tontería, por
si el ínclito se dignaba merendar. Xirinacs manifestaba
de ese modo su oposición a la pena de muerte
dictada contra un joven que hacía poco había
asesinado a un guardia. Y Xirinacs quería reivindicar
al joven y reivindicar la libertad que suponía
mancillada, esto es, la libertad de los catalanes separatistas
capaces de matar a un guardia con familia e hijos. Su
empeño no tuvo éxito y el garrote hizo
su trabajo. El cura también murió. Bueno,
se murió, con partícula reflexiva.
Algunos
presos en preventiva decidieron, meses atrás,
dejar de comer. Pobres, eran presos preventivos por
la incalificable obcecación española en
no dejarse destruir, por la
vergonzosa obstinación española en seguir
viviendo en un país con leyes, por la afrentosa
testarudez española en no ser arrastrados al
abismo.
Los
presos en preventiva, que en ocasiones han reiterado
su contumaz obcecación en volver a delinquir,
dieron un golpe de estado mandando a tomar viento Constitución,
Estatut y todo lo que se les ocurrió.
No respetaron leyes ni sentencias,
ni avisos ni advertencias. Y organizaron
un entramado, en connivencia con fuerzas armadas (jefatura
de los Mossos), destinado a que acudieran a votar
en un falso referéndum miles de disciplinados
seguidores, esa claca que les abunda en actos
y retruécanos. Poco después, y como no
podía ser de otra manera, pues lo de menos eran
los votos -que ya estaban en las urnas antes de que
llegaran los votantes, cual ejercicio de repugnante
desafío a la democracia, tal y como denunciaron
los observadores internacionales por ellos mismos pagados-,
proclamaron unilateralmente
la independencia, convencidos -sublimemente
engañados-, de que toda Europa y medio mundo
les daría la razón frente a la osadía
española de no dejarse liquidar por las buenas.
Hechos
como los descritos recibieron inmediatamente la solidaridad
de sus gentes y cuando se les llamó a declarar
y quedaron en prisión preventiva, dado que el
que fuera presidente de los tales huyó a Bélgica,
donde reside pasmosamente feliz, protegido por una reglamentación
a todas luces ineficaz, ensuciaron Cataluña con
proclamas tergiversadoras: presos políticos,
dicen.
Pues
bien, tales presos preventivos se declararon en huelga
de hambre, como el cura Xirinacs y como la última
estratagema para tratar de arrodillar al Estado, esta
vez, queda dicho más arriba, por vía de
la compasión. Decidieron
abstenerse de comer, pero no estaban locos, dijeron,
no pensaban inmolarse, no eran Xirinacs, pretendían
tan solo tocar un poco más la fibra blanda de
sus parroquianos, los que por turnos y en
lugares convenientemente adaptados, mantuvieron un breve
ayuno de unas horas, al mismo tiempo que instancias
oficiales renunciaron a servir comidas o cenas, según
comunicado.
Semejante
mortificación, tan enorme ejercicio de voluntad
política, tan tremenda razón de Estado,
tan genial diseño estratégico quedó
en nada. Evidentemente no se ensayaba un sagaz ejercicio
de autoflagelación, ni probaron a sacrificarse
a lo bonzo, simplemente removió el desconsuelo.
Barcelona,
1/02/2019
Román
Langosto
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