Carteles,
símbolos y "estelades" en el imaginario
separatista catalán
Román
Langosto
Desde
que se inició el procés, ha proliferado
por el territorio catalán toda una cartelería
reivindicativa de cuya capacidad inventiva no cabe dudar.
Semejante despliegue hace pensar en la construcción
de un imaginario plagado de fantasía, pero también
de una cierta originalidad.
Acaso,
uno de los momentos álgidos de semejante propaganda
haya sido la aparición de la bandera
multicolor de gais, lesbianas, transexuales y bisexuales
con una estrella en el ángulo. Con
el propósito de hacer que personas afectas a
tales posiciones se adhieran a los postulados separatistas,
el imaginario secesionista ladeó su propia bandera
para exhibir la de los otros, eso sí, añadiendo
la estrella, o sea, con marca de catalanidad.
Lástima que tal originalidad llegue tarde porque
en España es perfectamente posible el matrimonio
homosexual y están en camino leyes que eviten
la discriminación de tales colectivos. Sin embargo,
afán no falta.
Históricamente,
el separatismo quiso ser transversal
y alzó bandera con la izquierda, y
consiguió la afección de muchos: se recordará
aquellos años del PSUC, del MCC y de la LCR,
partidos pegados al último coletazo comunista
ya sea de corte trotskista o de color estalinista
que, no obstante, exigían credencial de catalanidad
para figurar entre sus estruendosos adláteres.
También,
y como siempre ha querido ser un movimiento y enrolar
a la mayor parte de gente posible, el secesionismo,
ya fuera en su momento blando o en sus relámpagos
más duros, supo adherir
a la derecha, la derecha de sardana y tortell
de reis y la más moderna, la de los banqueros.
Luego
está el centro, o sea, ese PSC que llegaba siempre
tarde, el de los guapos de la parte alta
de Barcelona que seducían al proletariado de
las zonas más abigarradas y más obreronas,
tipo Santa Coloma, Badalona, San Adrián, El Prat
u Hospitalet, con un discurso trufado de igualdad, fraternidad
e inmersión lingüística, ese oxímoron.
Nada más hace falta leer a Marsé con un
poquito de mala uva en Últimas tardes con
Teresa para entender el juego de los socialistas:
entusiasmados al conocer a un obrero, al que contemplan
absortos mientras el Pijoaparte se rompe de risa y recuerda
que les ha mangado la moto.
Pero
hablábamos de cartelería. Hace años,
solo una mesa petitoria en la cabecera de Ramblas, en
Canaletes, exhibía la estelada. Era el mostrador
de Estat Català, aquel grupo paramilitar
que desfiló por Montjuïc en tiempos del
Frente Popular, encuadrados en escamots verdes,
pues a diferencia de los camisas negras fascistas, estos
lo hacían con blusón verde, originalidad
del coronel Macià. Años después,
aquellos viejecillos que todavía sostenían
su estandarte se han visto superados por las masas lanzadas
por el procés.
Luego
viene el renglón torcido de las asociaciones
radicales. Véase que su nomenclatura eleva a
duda su propia dedicación: Omnium significa
en latín todos, simplemente, y durante años
cuidó una revista de corte catalanista donde
cabía algún sesgo formativo, pues brindaba
entrevistas a personalidades pseudointelectuales: escritores,
pintores y otras formas de extender la ideología
del secesionismo. Pero, eso sí, mantenía
un perfil bajo. Otras sociedades aparentan en su nombre
todavía menos beligerancia. Al fin y al cabo,
una asamblea no es más que un grupo de gente
que se reúne con un fin más o menos definido,
y lo de nacional parece ser marca imposible de erradicar
en Cataluña, todo es nacional, hasta la leche,
que es nostra.
Sin
embargo, la eclosión del huevo viene de aquellas
palabras que un político lanzó una noche
electoral. Todo se inflamó y donde antes hubo
sentimiento y 3 % se vio pasión, y donde antes
las gentes se lanzaban a por un descuento de escasos
céntimos, ahora esas mismas gentes eran capaces
de convenir la salida de la Unión Europea por
conseguir sus ideales. Y donde antes se luchaba por
una ganga de algunos euros en las rebajas, ahora se
dejaban ir 4 000 empresas fuera de la comunidad, se
alicortaba el sentimiento ante la caída del turismo
y se hacía oídos sordos a las cuentas
espejo, esas que muchos catalanes han abierto fuera
de Cataluña para resguardar sus ahorrillos a
despecho de posibles arrebatos.
Y,
mientras tanto, los balcones de las gentes procesistas
se llenan de cartelería: blancos, amarillos,
verdes, rojos, todos con un SÍ en un círculo.
Y estelades y rótulos con parabienes de
un futuro rayano con la Tierra Prometida que Dios ratificó
a los judíos en el desierto. Y, mientras tanto,
la fuerza de la masa, esa imagen mil veces estudiada
de las masas cuando pierden la personalidad de los individuos
y actúan sin miedo, cohesionadas en un grito
orgiástico y desenfrenado.
El
pueblo, esa palabra maldita, carente de significado,
pero que define a la masa. La masa es el pueblo lo mismo
que el pueblo reunido en abierta comunión es
la masa. Valiente adulteración. Todo ello sería
simplemente un elemento de origen y fin órfico
sino fuera muy serio. Después de lo que hemos
visto y hemos estudiado (quien lo ha hecho, por supuesto)
acerca de los movimientos de masas en el siglo XX, ¿puede
creerse el menor postulado? Pues, ellos, la masa, sí.
Tuvieron
un referéndum, o eso creen, y de ahí surge
un mandato popular, la masa manda, y siguiendo tal orden,
navegan. Como tales asertos se ven cercados
por la justicia, al fin y al cabo, saben perfectamente
que cometieron una infinidad de crímenes, delitos
e infamias, no es el menor el haber lanzado a esas mismas
masas a votar en un acto ilegal sancionado jurídicamente.
Pero navegan nada más con las velas, hundido
ya el casco. Esas velas son la cartelería que
cuelgan por balcones y otros edificios, y que quieren
que los elegetebé también sigan. Pero,
ay, esos ya se han casado.
Barcelona,
06/11/2018
Román
Langosto
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