Canciones
Román Langosto
¿Ustedes
no han leído el libro de Hannah Arendt donde
se explica el juicio contra Adolf Eichmann en Jerusalén?
No se preocupen, el juicio al segundo golpe de estado
sufrido por la democracia española desde el fin
de la larga noche de piedra de la dictadura franquista
es una hermosa reiteración de lo dicho y expuesto
por Arendt y supone, incluso, una extensión no
menor hacia su libro más potente, Los orígenes
del totalitarismo
En
efecto, vean ustedes dónde queda la culpa, simplemente
la culpa o, mejor, la responsabilidad en el juicio contra
los golpistas que publicitaron, promovieron y llevaron
a cabo un pseudorreferéndum pese
a las advertencias recibidas desde la justicia, con
la colaboración de miles de personas que sabían
perfectamente que estaban cometiendo una ilegalidad
y ante la pasividad del gobierno del Estado,
que sólo en el último momento movió
ficha e intentó evitar lo que se veía
venir desde hacía meses.
Ciertamente,
aquellos que alentaron el asedio a los agentes judiciales
y policías, impidiendo sus movimientos, comunicaciones
y actuaciones a través de proclamas, arengas
y socorridos mensajes televisivos o cibernéticos
para situar las dotaciones e impedirles el paso o, al
menos dificultar su trabajo, aquellos, cual franciscanos
pajarillos, cantaban, sólo cantaban. Eso han
confesado, hasta ahí han llegado. Y cantaban
alegremente, en perfecta comunión con el momento
que estaban viviendo. Cantaban y merendaban.
Ítem
más, aquellos que proclamaron
la desmembración de un estado soberano, aquellos
que lo hicieron sin la menor sombra de cobijo democrático,
con la expresa renuncia a hacer concesiones a la población
afectada y atribuyéndose categorías políticas
que jamás ostentaron, aquellos, cual pajarillos
igualmente capuchinos, se sientan en el banquillo del
tribunal que los juzga acusados de rebelión,
malversación y desobediencia.
Oír
sus alegatos es entrar en el mundo de Eichmann. El jerarca
nazi, a cuyo cargo estuvo el transporte de las familias
judías que eran trasladadas a los campos de Polonia,
arguyó en el juicio
que su labor era puramente administrativa, un simple
priorizar trenes y dejar expeditas las vías para
evitar embotellamientos entre los ferrocarriles
que llevaban soldados y pertrechos al frente soviético
y los convoyes que arrastraban a los judíos a
Auschwitz, Treblinka o Sobibor. El mundo de Eichmann,
el mundo de no culpabilidad, la banalización
del mal.
Algún
acusado en el juicio del Procés, un perfecto
fanático, argumenta que no pudo haber maldad
durante las tumultuosas jornadas que se vivieron aquellos
días porque los congregados,
que retenían a miembros judiciales, que acosaban
a la policía, que destruyeron sus vehículos
y robaron las armas que había en ellos, cantaban
amenas canciones de excursionistas y, en
consecuencia, no ve posible que se les acuse de nada.
Son, en definitiva, actos comunes, blancos, inertes,
sin riesgo ni implicaciones. Fiesta, canciones y celebración.
Tampoco Adolf Eichmann se retractó jamás
ni reconoció su participación en el mal
absoluto, por eso fue ahorcado.
Barcelona,
11/03/2019
Román
Langosto
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