Aldous
Huxley contra el nacionalismo
Román
Langosto
Hace
pocas fechas, la editorial barcelonesa Página
Indómita publicó unas conferencias
que Aldous Huxley, el autor de Un
mundo feliz (1932), dictó en la
Universidad de California durante el año 1959.
Ese año, Huxley, cuatro antes de su muerte, era
un escritor con mucho recorrido. No sólo había
sido un visionario en 1932, sino que había perdido
cualquier sombra de inocencia durante la II Guerra Mundial
y en buena parte de la Guerra Fría con la sumisión
de Polonia, la República Democrática Alemana,
Bulgaria, Hungría, Checoslovaquia, etc., a la
férula soviética. Aquel mundo feliz que
presagió años atrás se había
materializado en las repúblicas socialistas,
en el paraíso de los trabajadores y en el cielo
del proletariado, en cuya cúspide gravitaba el
KGB, la Stasi, etc.,
Años
después pronunció las conferencias que
presentamos. Huxley, experimentado y conocedor de lo
que explica, asegura taxativamente que el nacionalismo
es la guerra. Tal afirmación se sustenta en unas
cuantas directrices que conviene exponer. Por ejemplo,
dice Huxley que creer que
la nación es Dios es un error tan grotesco como
lo era la creencia de que el sol moriría si no
lo abastecían de víctimas.
Semejante aseveración se mantiene sobre un trasfondo
irreligioso no del todo extinguido: las víctimas
que han de agradar a ese dios nacionalista no son otras
que aquellas que están fuera del círculo
sagrado de la nación, o sea, aquellos que no
participan de la supuesta creencia arriba descrita.
Semejante
aserto ha sido repetido recientemente por algunas personalidades
cuya trayectoria es prominente. Valga el ejemplo, Jean-Claude
Juncker, presidente de la Comisión Europea. El
político luxemburgués aseguró,
sin mayores ambages, que el
nacionalismo es la guerra.
También François Mitterrand había
usado el 17 de noviembre de 1995 idéntica cláusula
en su discurso en el Parlamento europeo: Mesdames
et Messieurs: le nationalisme, c'est la guerre! La guerre
ce n'est pas seulement le passé, cela peut être
notre avenir, et c'est vous, Mesdames et Messieurs les
députés, qui êtes désormais
les gardiens de notre paix, de notre sécurité
et de cet avenir!
Obviamente,
tanto Mitterrand como Juncker saben de lo que hablan.
Las guerras europeas recientes
no han sido otra cosa que consecuencias de los nacionalismos,
cuyo fin era la construcción de un ente nacional
por encima de las personas, sus bienes y sus vidas.
Además, seguramente desde la guerra de Napoleón
III contra Prusia, todas las conflagraciones acaecidas
en el viejo continente han sido por causa de aspiraciones
nacionalistas. En este punto no hace falta ni recordar
las guerras balcánicas, ni las viejas ni las
cercanas, por razones de obviedad. Por otra parte, y
acercándonos al momento presente, hemos visto
hace bien poco las directrices dadas por un dirigente
nacionalista catalán a sus flamantes muchachos,
no muy distantes de una organización paramilitar.
En
ese orden de cosas, Aldous Huxley dijo en las conferencias
que citamos que una nación
es una sociedad que posee los medios para librar una
guerra. Si tal afirmación es correcta,
construir una nación pasa, en consecuencia, por
un elemento preponderante, erigir una fuerza ofensiva.
Esto es, construir una nación es edificar un
plano de superioridad frente a los territorios adyacentes.
Semejante proyecto esconde, claro está, los más
básicos elementos de la guerra: destrucción,
muerte y sufrimiento, pero adquiere para los nacionalistas
la inigualable posibilidad de verse en un horizonte
de supremacía: aquí estoy yo y estos son
mis poderes. El nacionalista, por tanto, no ha creado
un ejército defensivo, a la par que los estados
anteriores (y cuya nomenclatura en Europa se ha consolidado
y es común), sino ofensivo. Algo muy distinto.
Tal programa, y está entre las aseveraciones
de Huxley, conduce inexorablemente a la desolación.
El nacionalismo no busca,
por tanto, la felicidad de las gentes, ni la libertad
o la mejora social, busca su afirmación como
precursor de una nación.
Graves
palabras que no dejan huella en la sensibilidad nacionalista,
absorbida por la orgía moral de las masas obedientes,
incapaces de emitir el menor juicio disidente, pero
dado que la experiencia ha de servir para atajar tal
estado de cosas, sería correcto actuar a tiempo
y no dejar que la hidra, cuyas cabezas son múltiples,
ahogue con su fétido aliento.
Ante
tal situación, y sabiendo que los actos de violencia
están próximos y hasta son un reclamo
para los frenéticos, una especie de alimento
que genera más ansia, los Estados han de ser
implacables: actuar amparando a los ciudadanos
y evitando temores e intimaciones de quienes amenazan
y amedrantan, de quienes de forma continua son capaces
de discriminar (caso de la lengua) o de manipular (caso
de la historia), de quienes son capaces de apoderarse
de los municipios, poniéndolos al servicio de
su causa, y de quienes son capaces de destrozar la economía.
De esos, por último, que sueñan con levantar
fronteras y expulsar a quienes no comulgan con su relato.
Barcelona,
18/10/2018
Román
Langosto
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